Órdagos perdidos

Recuerdo un día en clase, en una de las aulas del segundo piso del edificio principal del colegio Nuestra Señora de la Consolación. Al comienzo de esta, la que era por aquel entonces mi tutora nos contó que, estando ella en el colegio, un profesor les pidió que pensaran en cómo se imaginaban que sería el futuro. No sé si invadida por la imaginación desbordada de cuando eres pequeña o afectada por la confianza en el progreso de cuando eres mayor, respondió que se imaginaba una ciudad donde los coches volarían. Los coches podrían decidir si ir por la acera o despegar y surcar el cielo. Las carreteras aéreas permitirían a las personas ir de un sitio a otro a gran velocidad. Atrás quedarían esos grandes atascos que tanto enfurecían las mañanas.

Ahora, que ya era su futuro, reflexionaba con cierto desengaño y algo de desilusión que los coches iban por el mismo lugar que lo hacían 40 años atrás. Nos invitó a que hiciéramos el mismo ejercicio, pensar en cómo sería el mundo cuando fuéramos mayores, pero nos advirtió que no apostáramos por coches por encima de nuestras cabezas pues, al igual que le pasó a ella, nos equivocaríamos. Solté una ligera sonrisa mientras asentía con la cabeza en un intento de falso acompañamiento. Falso porque, a pesar de mi burda mueca empática, las tripas me pedían a gritos un órdago bajo el titular: “En tu futuro no vuelan los coches, pero en el mío sí lo harán”.

Quienes estáis leyendo esto ahora mismo sabéis que me equivoqué. El cielo cotidiano de mi barrio sigue reservado a palomas, urracas y cada vez menos gorriones. Sin embargo, nuestra rutina se ve acompañada por cosas que mi profesora jamás habría imaginado. Pagamos con el móvil, llevamos relojes a los que nos llegan mensajes y respondemos a llamadas, tenemos dispositivos sincronizados para que no nos perdamos ninguna notificación, podemos preguntarle a un altavoz qué tiempo va a hacer hoy y pedirle que nos ponga algo de música al llegar a casa, cualquier cosa que queramos podemos comprarlo y recibirlo en un día y, por las noches, comida a domicilio acompañada de la serie elegida entre cientos de opciones.

Pero, ¿para qué? Todo esto, ¿para qué? Es una rara sensación, sentir que contamos con comodidades con las que mi profesora no contaba y, al mismo tiempo, saber que nuestra generación es la primera que vive peor que la de sus padres.

Hace varios días que veo en la televisión un anuncio de Audi en el que habla del progreso como el mejor compañero de viaje. Nos marca el camino, nos acompaña a cada paso que damos y nos hace llegar lejos. Dice que no importa cuanto corramos el progreso siempre esta ahí. Esto es lo único con lo que estoy de acuerdo de todos esos segundos publicitarios.

Parece que nos hemos adentrado en una vorágine tecnológico donde las empresas no quieren parar de producir y para las personas es imposible no consumir. Vamos rápido, vamos corriendo perseguidos por un progreso que no nos permite parar, reflexionar o dar marcha atrás. Nos hace mirar hacia delante, como si no pararse fuera llegar más lejos. Me gustaría que el futuro fuera mejor y no solo futuro.

Anterior
Anterior

Vísteme despacio

Siguiente
Siguiente

Mi abuela