Psicología social, te echo de menos

Cierra los ojos, imagina que sales por la puerta de tu casa, vas caminando por la calle, en media hora has quedado. Visualízate. Cada paso que das, cada movimiento que haces. ¿Vas andando, en transporte público o en coche? Cuando llegas al bar, tus amigos y amigas te están esperando, se levantan, te sonríen y saludan. Buscas una silla libre, te sientas y: ¡Una cerveza, por favor!

Ahora, dime: ¿Cuándo ibas por la calle ibas escuchando Spotify? Quizás ibas leyendo algún hilo de Twitter o viendo en bucle varias historias de Instagram. Puede, incluso, que utilizaras Google Maps para llegar al bar o que usaras la aplicación que te dice en cuántos minutos llega el autobús.

No concebimos nuestro día a día sin internet.  Además, ese “no concebirse sin” va más allá de la parte funcionalista de internet. Internet ha cambiado la forma en la que nos relacionamos con el mundo y con las personas, toma parte en la construcción de nuestra identidad, nos encamina a unas líneas de pensamiento, impacta en nuestra autoestima.

A principio de los años 50, Nobert Wiener escribió el libro The Human Use of Human Being. En él habla de una sociedad en la que las personas, rodeadas de máquinas computacionalmente capaces que enviaban y recogían información a través de sensores en medio de bucles de retroalimentación constante que impactaban en el comportamiento de las personas. En esta sociedad, recordemos imaginada hace más de 70 años, la automatización se presentaba como algo inherente a la evolución humana gracias a que estas máquinas podían ocuparse de crear los productos necesarios para la supervivencia, mientras las personas podían dedicarse a explorar, crecer o a aspiraciones artísticas.

Sin embargo, y aún con el recrujido de lo que la Guerra Fría había dejado en los cuerpos de quienes seguían vivos, Wiener hablaba del control y la dependencia como la cara dañina de este avance tecnológico. Mencionaba cómo las personas podrían vivir bajo el sometimiento de unas máquinas a las que confiaban decisiones donde los principios morales con bajo o nulo carácter utilitario quedaban relegados. De esta forma, se planteaba la disonancia de una tecnología que nos rescata de la monotonía del trabajo manual para ser personas de creación a cambio de delegar decisiones donde poder perder nuestros valores.

Cuando surgió la Web 2.0 las personas más involucradas en su desarrollo se movían entre las dos caras de una misma moneda. De un lado, la idea de que su acceso y uso debían ser abierto, gratuito y universal. Del otro lado, trabajaban con empresarios que se posicionaban como iluminadores del futuro de la tecnología y que, por supuesto, no se olvidaban de rentabilidades y márgenes de beneficio. En este mismo momento, conocimos las teorías conductistas de Skinner y el poder que tienen el refuerzo y el castigo para mantener o eliminar conductas humanas. De la misma mano, Walmart descubría lo útil de recopilar y analizar grandes volúmenes de datos sobre el comportamiento de sus clientes para optimizar sus operaciones comerciales. Este fue el caldo de cultivo histórico perfecto, para que eclosionara el internet que conocemos hoy en día, el internet social donde el caballo ganador es el modelo de negocio basado en el cambio comportamental.

A día de hoy, han pasado 30 años desde que algunas personas investigaron y alertaron de las posibles consecuencias sociales negativas que suponía que una o dos empresas monopolizaran el comportamiento humano. Sería injusto suponer que las personas que estuvieron en el Silicon Valley de los años 90 pudieran imaginar la dimensión que esto alcanzaría, cómo convertiríamos el sistema de Walmart en la base del funcionamiento de las redes sociales. Sin embargo y como dice Jaron Lanier, ya no podemos seguir poniendo cara de sorpresa, es hora de reconocer que ahora sí lo sabemos y ahora sí estamos a tiempo de hacerlo mejor, mucho mejor.

ChatGPT y otros Large Languages Models, es decir, modelos de lenguaje de gran tamaño basados en redes neuronales entrenadas para procesar y reproducir estructuras de lenguaje natural, han llegado para quedarse. Hay quien dice que son la siguiente revolución tecnológica, que sus aplicaciones no tienen fin y que viviremos el día a día como en la película Her, con una asistencia accesible y servicial para todas nuestras dudas y necesidades.

Aunque reconozco la valía de este avance, lo que más me preocupa es la pérdida de poder en una estructura completamente vertical, donde una empresa se hace con el monopolio del conocimiento, de lo que está bien, de lo que es mejor. Mientras tanto las personas, soberanas de poco y desconocedoras de mucho, aprendemos como podemos a relacionarnos con un chat. Cuanto más lo usas, más entiendes de qué manera formular preguntas para obtener la respuesta que buscas, pero también creo que cuanto más lo usas menos lo cuestionas. Eso me da miedo. Me da miedo porque no sé si en el entrenamiento y mejora de este modelo se han tenido en cuenta esas cosas que a mi me importan: feminismo, privilegio de clases, racismo o interseccionalidad. Porque si no han tenido nada de esto en cuenta, hay 100 millones de personas expuestas a una herramienta que las asiste en tareas diarias donde la objeción socio-responsable es inexistente.

Son en esos momentos cuando uso este chat, me paro a pensar y me pregunto dónde ha quedado la psicología social. Pienso en todo lo que podría decir y en todo lo que calla. Cuánto me gustaría encontrarme por aquí, en estos miedos y en estas inquietudes con todas esas personas que podrían traerla, traer sus conocimientos, sus maneras de hacer y traer algo de justicia social.

Yo seguiré aquí, pero a quienes no estáis, os echo de menos.

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